Serie: La Bernarda de un Duque Borrascoso
La
reacción de Bernarda fue tan inesperada como escandalosa. Ni el duque,
ni los suyos, ni siquiera la prensa rosa más inmisericorde, supieron
cómo tratar a una mujer herida... que aún tenía voz.

Bernarda entró en pánico.
Su pecho se expandía y contraía con violencia, el aire se volvía escaso y cada bocanada era un grito silencioso en su garganta.
Sus manos temblaban, sudaban.
Sintió que todo a su alrededor la asfixiaba: la luz de la lámpara, el peso de su propia ropa, la sensación de encierro.
Se arrancó la blusa de un solo tirón, desgarrándola en el proceso. Después el sujetador y luego la falda, las medias.
Descalza, con el cabello revuelto, sintió el suelo frío bajo sus pies. Pero no bastaba.
Con un alarido de furia, tiró la bandeja del desayuno contra la pared.
El estruendo de la porcelana haciéndose añicos la estremeció, pero también la impulsó a más.
Derribó la silla, volcó el escritorio, arrancó los libros de los estantes como si las palabras que contenían la insultaran.
El espejo. Se vio a sí misma, el rostro enrojecido, la boca entreabierta, los ojos desorbitados. Su reflejo la desafiaba, la observaba con lástima. De un manotazo, lo hizo pedazos.
Luego, la desesperación.
Si no podía comunicarse con él en público, lo haría en privado.
Con manos torpes y un corazón desbocado, tomó el teléfono.
Mensajes. Disparos de angustia lanzados al vacío.
"Amor, dime algo".
"No puedes hacerme esto".
"Estoy aquí para ti".
"Dime qué debo hacer".
Silencio.
Llamadas.
La primera, sin respuesta.
La segunda, lo mismo.
La tercera, el tono apenas sonó antes de que la llamada fuera rechazada.
No.
No, no, no.
Corrió a la computadora, abrió el correo. Escribió sin detenerse, sin pensar, sin filtrar. Imploró, suplicó, exigió, amenazó, prometió. Lo envió. Luego otro. Y otro más.
Pero, ¿y si él la ignoraba?
El pánico se transformó en angustia pura, un vacío en el estómago que le hizo inclinarse sobre el escritorio, como si se hubiera abierto un agujero negro en su interior.
¿Y si él respondía?
Peor aún.
¿Y si lo hacía con frialdad?
¿Con desprecio?
Sintió un espasmo en el pecho. Una ola de náusea. El pavor absoluto de no existir más para él. De ser descartada como si jamás hubiera significado nada.
Eso no podía permitirlo.
Si los mensajes no funcionaban, si el teléfono no bastaba, haría lo único que quedaba por hacer.
Él no podía ignorarla si estaba justo frente a él.
Y ella sabía exactamente dónde encontrarlo.
Se presentó en el hipódromo, con un sombrero de ala ancha negro, ladeado con elegancia, unas gafas oscuras grandes de pasta y un vestido entallado color marfil que realzaba cada curva con precisión milimétrica.
Sus labios, rojos como el pecado, eran una promesa y una amenaza al mismo tiempo.
Caminaba con el aplomo de quien sabe que todos la miran, aunque no sepan exactamente por qué.
Se presentó vestida para matar.
Para matar a un duque y a cientos.
Como una actriz del Hollywood dorado, una diosa del celuloide bajada a la tierra para protagonizar su propia tragedia.
Los tacones resonaban sobre el pavimento con un ritmo hipnótico, como un metrónomo que marcaba el compás de la catástrofe.
Cada paso la acercaba más a su destino, al hombre que la había silenciado, al hombre que la había reducido a un susurro cuando ella siempre había sido un grito.
Hoy no sería un grito.
Hoy sería un estallido.
No está allí solo para verlo, sino para enfrentarlo.
Cuando lo divisa en el palco privado, rodeado de su círculo, algo en su interior se rompe.
Y entonces, él también la vio.
Fue un instante. Un destello de reconocimiento en sus ojos antes de que su expresión se endureciera en mármol. Sin sorpresa, sin rabia, sin miedo. Solo esa indiferencia pulida como un espejo negro.
Bernarda sintió una punzada en el pecho, algo caliente y ácido. ¿Cómo se atrevía?
El Duque apenas inclinó la cabeza y sin mirarla, con la vista fija en la pista, pronunció unas palabras secas, medidas, quirúrgicas:
—Llévala a la sala privada. Que espere.
En ese momento, Bernarda siente una pequeña victoria: no la ha ignorado por completo. Todavía le importa lo suficiente como para evitar el escándalo. O al menos, para manejar la situación en privado.
Cuando el ayudante la conduce a la sala exclusiva, su mente se acelera. No sabe si esto es una despedida definitiva o una oportunidad para recuperar su lugar. Su obsesión la consume.
La sala es fría y lujosa, con una mesa de madera pulida y sillones de cuero. Un ventanal da al hipódromo, pero ella solo tiene ojos para la puerta. Se sienta, pero no puede quedarse quieta. Se levanta, camina de un lado a otro, se mira en el reflejo del vidrio, ajusta su cabello, su ropa. Todo en su interior grita desesperación, pero intenta mantener la compostura.
Y entonces, la puerta se abre.
Él entra, impecable como siempre, con su presencia imponente y su mirada de hielo. Cierra la puerta con calma, se queda de pie, observándola en silencio. No hay ternura, no hay rastro del hombre que una vez la hizo sentir especial.
Bernarda siente un nudo en la garganta.
El duque se queda de pie, sin acercarse, sin invitarla a sentarse. La mira con una mezcla de desprecio y cansancio, como si estuviera lidiando con una molestia menor, un problema que debe ser resuelto con eficacia.
—Tú lo echaste todo a perder.
Su voz es baja, pero afilada como una cuchilla. No hay furia desbordada, solo un frío reproche, como si estuviera dictando una sentencia.
Bernarda siente un escalofrío. No porque tenga miedo, sino porque esa indiferencia la desarma más que cualquier grito.
—Yo… —empieza a decir, pero él levanta una mano, deteniéndola.
—No quiero excusas. —Se acerca un paso, apenas lo suficiente para que su perfume la envuelva, para que su presencia domine la habitación—. No sé qué creías lograr con tus declaraciones, pero solo lograste exhibirte como una amateur histérica.
Bernarda aprieta los puños.
—Yo solo dije la verdad.
Él suelta una leve risa, seca, sin humor.
—La verdad —repite, como si la palabra le divirtiera—. No tienes ni idea de lo que eso significa.
Hace una pausa, la observa con detenimiento.
—¿Sabes lo que me has obligado a hacer? He tenido que limpiar este desastre que has creado, evitar que tu nombre siga asociado al mío. No te imaginas lo que significa proteger un legado como el mío.
Bernarda lo mira, dolida.
—¿Y yo qué era para ti, entonces?
Él inclina la cabeza con la paciencia de un cazador observando a su presa.
—Una distracción. Hasta que dejaste de serlo.
El silencio que sigue es insoportable.
Bernarda siente que la desesperación la ahoga. Este no es el final que imaginaba. No puede ser.
La furia fue su escudo al entrar. Pero sus palabras, tan pulidas y frías, no la golpearon: la desarmaron. Y eso fue peor.

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