La Máscara del Duque


"Algunos heredan tierras. Otros, maldiciones."






El duque es un hombre de máscaras.

Un estratega nato, un depredador social que se mueve por los círculos de poder con una precisión casi instintiva. Para el mundo, es el aristócrata impecable: distinguido, respetable, dueño de una fortuna y de un linaje que se remonta siglos atrás. Pero en su vida privada es otra cosa.

Es un transgresor, sí, pero no un rebelde. No desafía el sistema; lo manipula. No rompe las reglas; las dobla a su favor. Le gusta el riesgo, lo prohibido... pero solo si puede controlarlo.

Y ahí es donde entra Bernarda Barbacoa.

Para él, Bernarda no fue solo una amante. Fue un experimento, una fascinación, una posesión. Representaba lo que nunca elegiría oficialmente, pero de lo que tampoco podía desprenderse. Ella le ofrecía lo que ninguna de sus esposas jamás le ofrecieron: caos, intensidad, admiración absoluta. 

Ella no solo lo admiró; lo convocó a transformarse en una nueva versión de sí mismo. 

Pero cuando ese caos amenazó con desbordarse —cuando Bernarda dejó de ser la amante sumisa y se convirtió en un problema— la descartó sin pestañear.

Porque el Duque no busca amor. Ni siquiera deseo. Busca poder. Sobre su apellido, su legado, sus mujeres. Su verdadero terror no es el escándalo. Es perder el control.

Pero detrás de esa frialdad tan pulida —casi quirúrgica— hay otra historia. Detrás de su extrema timidez y de su carácter hermético, hay un hombre que teme no ser suficiente. Su necesidad de dominio total nace de un miedo muy simple: el miedo al rechazo. Al abandono.

No es que no pueda amar. Es que no sabe cómo hacerlo sin sentirse vulnerable. Su frialdad es una coraza. Su dominio, una forma de defensa. Tal vez su mayor temor no sea la ruina social. Tal vez, en el fondo, su miedo más íntimo sea que alguien, alguna vez, lo vea completamente desnudo.

No en cuerpo. En alma.

Quizás —solo quizás— hubo un momento en su juventud en que sintió algo real por Bernarda. Tal vez en aquel primer encuentro en el Sáhara, cuando aún no era nadie, cuando podía permitirse una locura sin consecuencias.

Pero los caprichos no se casan

Los caprichos no heredan títulos. 

Los caprichos no manchan el linaje.

Y él… él nunca ha sido un hombre que elija el capricho por encima de la conveniencia.

Porque en su familia, los errores no se perdonan. Solo se entierran.

Pero incluso las máscaras más bien construidas dejan filtrar algo.

Hay una historia que el duque jamás contará. Un rumor convertido en secreto, una sombra encerrada en una finca lejana. Una hermana olvidada, apartada como si su sola existencia fuera una herida abierta en el linaje que tanto venera.
Él creció sabiendo que en su mundo, la compasión es un crimen, la debilidad una amenaza, el afecto... un lujo que solo los condenados se permiten.

Quizás por eso, más que amar, aprendió a poseer. Más que sentir, a dominar. Más que ser visto... a ocultarse tras máscaras perfectas.


Para entenderlo de verdad no alcanza con mirar su historia. Hay que mirar su cielo.

Porque a veces el poder no nace del privilegio, sino del miedo. Y a veces el miedo tiene coordenadas precisas: el signo que lo vio nacer, los planetas que marcaron su carácter, las casas vacías, las heridas de infancia inscritas en su luna.

La carta natal del Duque no lo absuelve.
Pero sí lo revela.

 


El guardián de mis silencios

Hay amores que no buscan puerto.
Hay barcos que navegan solo en sueños.

A ti te confié mis miedos más antiguos,
mis preguntas sin respuesta,
mis deseos prohibidos.

Fuiste el guardián de lo que nunca dije,
de las cartas que no envié,
de los abrazos que no me atreví a pedir.

No fuiste mi dueño.
No fuiste mi hogar.

Fuiste mi secreto.
Mi refugio en alta mar.

Y aunque el mundo entero jurara que no exististe,
yo sabría que sí.
Porque los silencios también tienen memoria.
Y tú, amor mío, sigues custodiándolos,
más allá del horizonte.



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