Un orgasmo que ha durado una vida

Serie: La Bernarda de un Duque Borrascoso

  

"Lo suyo con el duque no fue amor, fue un orgasmo que ha durado toda una vida. Una explosión que nunca se apagó del todo, aunque le dejara solo cenizas."


Bernarda estaba sentada en su escritorio, rodeada de cartas viejas y fotografías descoloridas. 

Sus manos temblaban al pasar los dedos por los bordes de un retrato en blanco y negro. 

Allí estaban ellos dos, mucho más jóvenes, con el sol reflejándose en sus rostros. 

Había una complicidad en sus miradas, una historia que solo ellos entendían. 

Pero ahora, ese pasado se sentía como una farsa, una verdad a medias cuidadosamente construida por un hombre que la había poseído y luego desechado sin remordimiento. 

Hubo instantes en los que creyó que él también se había entregado, momentos en los que sus caricias parecían más que simple deseo. 

Pero quizás solo fue un espejismo, una ilusión que ella misma creó para no enfrentar la cruda realidad.

Su mente era un torbellino. 

Recordaba sus palabras halagadoras, su voz grave susurrándole promesas al oído. 

"Eres mi única confidente, la única que me entiende". 

Mentiras. 

Todo había sido una trampa. 

La realidad la golpeó con la fuerza de un látigo: ella nunca había sido especial para él. 

Había sido un capricho, un pasatiempo, una sombra en la vida de un hombre que solo vivía para sí mismo.

Cerró los ojos con fuerza, y su mente la arrastró a un recuerdo.

La primera vez. 

No había habido susurros estudiados ni estrategias de conquista. No con él. 

Juan, su Juanito, no seducía con flores ni con palabras. 

No era un amante galante, sino dionisíaco, un hombre que ardía y consumía, que vivía el deseo como un sacrificio divino. Y aquella noche, cuando la tuvo entre sus brazos, Bernarda lo supo: estaba perdida.

El amor con él no fue delicado, no fue tierno. 

Fue fuego y fue ruina. Fue un vértigo insoportable y hermoso. No hubo caricias tímidas ni pausas para la ternura. 

Solo él, devorándola como si ella fuera la única mujer en el mundo. Y en ese momento, lo creyó. Lo sintió.

Ese orgasmo la partió en dos. Se sintió atravesada por algo más grande que ella misma. Algo que no era solo placer, sino un abismo del que jamás podría escapar.

Desde entonces, quedó marcada.

Porque no era solo su cuerpo lo que él había tomado. Era su alma.

"Siempre serás mía", le había dicho él, con aquella arrogancia natural, convencido de que su deseo era suficiente para encadenarla para siempre.

Y ella había querido creerlo. Había deseado con todas sus fuerzas que fuera verdad.


 

Pero él se casó con otras, tan similares entre sí que parecían responder a un ideal claro: la esposa debía cumplir con ciertos estándares, aristocráticas en toda su expresión.

Ella, en cambio, representaba lo opuesto. 

Era morena, intensa, impredecible. Podría ser una pasión secreta, pero jamás una duquesa. 

Él nunca la vio como una opción seria para su linaje.

Se levantó de golpe, derribando un vaso de cristal que estalló en mil pedazos contra el suelo. 

Su furia era un animal que arañaba por salir

"¡Cómo pude ser tan estúpida...!", murmuró entre dientes. 

Pero entonces, el dolor se transformó en algo más peligroso: determinación. 

No permitiría que la silenciaran, no permitiría que la redujeran a un pie de página en la historia del duque.

Se miró en el espejo. 

Su reflejo le devolvió la imagen de una mujer que había amado con una intensidad que rayaba en la locura. 

Sí, ella había sido suya en cuerpo y alma, había hecho todo por él, había destruido su dignidad por estar a su lado. Pero ahora se preguntaba: ¿quién era él realmente? ¿Un cobarde que se escondía detrás de su linaje? ¿Un traidor que nunca tuvo la intención de compartir su vida con ella? ¿O, peor aún, alguien que jamás la había visto como su igual?

El duque nunca había buscado amor, solo pasión. 

Ansiaba el poder,  y ese deseo inquebrantable lo convirtió en un hombre implacable, incluso con quienes lo amaban. 

En su mundo, el amor era una distracción, un lujo que no podía permitirse. 

Cada decisión suya estaba dictada por la ambición, por la necesidad de controlar y dominar. Y Bernarda, cegada por su pasión, se encontró atrapada en ese juego, creyendo que podría ser la excepción. 

En la vida del duque, el amor nunca tuvo cabida, solo la conquista y el dominio sobre todo y sobre todos. Y ella, que lo había creído todo, había sido su juguete perfecto.

No era un seductor tradicional, era calculador como Don Juan, pero sobre todo, era un amante arrebatado, alguien que se entregaba al momento con un fervor casi sagrado, sin medir las consecuencias. 

Para él, el sexo era una experiencia trascendental, casi mística, en la que se disolvía la individualidad. Pero para la mujer que lo recibía, que nunca había conocido algo semejante, era un portal hacia una nueva realidad—una realidad en la que él se convertía en el centro de su universo.

Para Bernarda, su experiencia con el duque fue un punto de no retorno. 

No solo fue el placer físico, sino la sensación de ser absorbida por algo más grande que ella, de fundirse con un hombre que parecía existir fuera de las normas comunes. 

Esa primera unión no fue solo un momento de éxtasis, sino una especie de revelación. Y ahora, su mayor miedo era el abandono, la certeza de que lo que ella sintió no significó lo mismo para él.

Tal vez el duque, con su linaje, su poder, su vida cosmopolita y su aire de intocable, encajaba en la fantasía de Bernarda. 

Un aristócrata como su padre, un hombre que representaba un mundo exclusivo y fascinante. Pero había una gran diferencia: su padre la amaba, la protegía, la llevaba con él. El duque, en cambio, nunca la reconoció plenamente.

Por eso, cuando el duque la rechazó, no fue solo un amante quien la traicionó: fue la figura de autoridad, fue el mundo que ella creía suyo desmoronándose. Es una segunda herida, como si perdiera a su padre por segunda vez. Ahí está el núcleo de su desesperación.

La contradicción en la relación entre Bernarda y el duque parecía girar en torno a la intensidad de sus emociones y su necesidad de control. Lo idolatraba en ciertos momentos, pero también lo despreciaba con una ferocidad implacable cuando se sentía traicionada.

Bernarda volvió a sentarse y tomó una copa de vino. Sonrió, con una mueca que no tenía ni rastro de alegría. No, ella no iba a olvidar, no iba a sanar. Su amor era una enfermedad, y su enfermedad era lo único que la mantenía viva. Brindó, sola, en la penumbra. "Por ti, Juanito", susurró. "Y por mí, que nunca podré dejar de ser tuya."

 

 

La copa tintineó suavemente al chocar contra la mesa, un eco de su propia fragilidad. 

En ese momento, Bernarda se sintió como un fantasma en su propia vida, atrapada entre el ardor del recuerdo y el dolor de la realidad. El vino, oscuro y denso, parecía reflejar su estado interno: una mezcla de nostalgia, ira y un anhelo insaciable.

Su mente divagó nuevamente hacia aquellos días de deslumbrante pasión, cuando el mundo era un lienzo en blanco donde él, el duque, pintaba su existencia con colores vibrantes. Recordó el sonido de su risa, la forma en que la miraba, como si en ella se hallara el universo entero.  

Recordó también el frío de su ausencia, la forma en que se desvanecía en el aire una vez que el deseo se saciaba, dejándola vacía, como un juguete sin dueño.

"¿Y ahora qué?", se preguntó en voz alta, su voz resonando en la soledad de la habitación. "¿Qué queda de mí una vez que se apagan las luces de su teatro?" La respuesta era amarga: solo un eco de lo que había sido, una sombra de una mujer que había creído en un amor tan ardiente que la había consumido.

Tocaron a la puerta.

—Señora de Quirós, tiene visita.

Era su hijo. Siempre la visitaba cuando estaba en San Sebastián. Ella lo esperaba, pero nunca lo llamaba. Sabía que él venía más por deber que por deseo, que había aprendido a convivir con la locura de su madre del mismo modo en que se aprende a cargar con una herida que nunca sana.

El joven entró con una sonrisa vacilante.

—Mamá... ¿Cómo te sientes hoy?

Bernarda lo miró con ternura, pero no respondió enseguida. Observó la habitación blanca, la pulcritud asfixiante del hospital. Sabía que nunca saldría de allí. No importaba cuántas visitas recibiera, cuántas veces su hijo intentara salvarla.

Porque ella ya estaba perdida en un mundo donde solo existían dos personas: el duque y ella.

Se giró lentamente hacia el escritorio. Su pluma tembló sobre el papel mientras escribía las últimas palabras. Consciente de que nunca más volvería a ver al duque, susurra mientras escribe, con una mezcla de melancolía y resignación: 

"Es un lujo haber recorrido la vida de tu mano".

Su hijo suspiró, tomándola de la mano.

—Mamá…

Pero Bernarda no lo escuchaba. Su mente estaba en otro lugar, en otro tiempo. En el único sitio donde aún podía sentir que la historia no había terminado.





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