Serie: La Bernarda de un Duque Borrascoso
Una mujer atrapada en su propio mito
El mito de Bernarda
Una mezcla de realidad y delirio, de aristocracia y locura, de cultura e histrionismo.
Una mujer que se ha inventado a sí misma tantas veces que ya no sabe qué parte de su historia es cierta y cuál ha sido adornada para encajar en su narrativa grandiosa.
La figura del padre
Es una eterna hija que nunca dejó de buscar la aprobación de su padre, proyectando su imagen en los hombres poderosos que ha amado.
Su padre la trató siempre como única, como su joya más preciada, por ser su primogénita y la única mujer.
Ella no fue criada para quedarse en casa ni para seguir los caminos convencionales de su época.
Desde pequeña, su padre la llevó consigo en sus viajes, la hizo partícipe de conversaciones políticas y diplomáticas, la educó en varias lenguas y le mostró el mundo con una perspectiva que pocas mujeres podían tener.
Una vida diseñada para destacar
Creció sintiéndose especial, distinta, destinada a algo más grande que el destino de cualquier otra mujer de su círculo.
Su identidad se forjó en esos viajes, en los salones de embajadas, en las tertulias con intelectuales, en los paseos por ciudades llenas de historia.
Aprendió a moverse entre la élite, a hablar con seguridad, a encantar y desafiar a la vez. Su padre le enseñó que ella no era como las demás, que no debía conformarse con lo que le imponían.
La niña en el espejo
Se quedó mirando su reflejo.
Ya no era ella quien le devolvía la mirada.
Era una niña.
Una niña morena, de ojos ávidos y brillantes, que caminaba de la mano de un hombre alto, elegante, un hombre que hablaba con la seguridad de quienes están acostumbrados a mandar.
Su padre.
El único hombre al que jamás había ofendido. El único a quien nunca se atrevió a desafiar.
"Bernarda no buscaba amor. Buscaba a su padre".
Bernarda había crecido a su sombra.
Admirándolo con devoción.
Bebiendo sus palabras como si fueran doctrina.
Lo recordaba en los salones de mármol, entre humos de habanos y copas de brandy, discutiendo de política con voz firme y tono sereno.
Lo recordaba en las noches de verano, leyéndole en francés, en italiano, explicándole el mundo con una voz que lo volvía todo grande, comprensible, importante.
Lo adoraba.
Quizá demasiado.
Y ahora lo entendía.
Nunca había buscado un amante. Nunca había buscado amor.
Había buscado a su padre.
Había buscado a un hombre que la hiciera sentir importante y protegida, que la guiara con su voz grave, que le diera órdenes sin titubear, que la hiciera temblar no solo de deseo, sino de admiración.
Y cuando encontró al duque, cuando vio en él la misma arrogancia, la misma forma de moverse por el mundo con la certeza de que le pertenecía, supo que era él.
Pero había cometido un error.
Su padre la había amado.
El duque, no.
Un amor que no era amor
Él la había tomado, la había consumido, y cuando se cansó, la dejó atrás como una copa vacía.
No hubo ternura en su abandono, ni siquiera la cortesía de una mentira piadosa.
Solo el silencio.
Solo la indiferencia.
Bernarda ahora se daba cuenta de que había sido utilizada por el duque para sus juegos de triangulación, pero cuando quiso más, cuando buscó legitimidad, todo se vino abajo.
Su gran error fue pensar que podía ocupar el lugar de Blanca de las Nieves.
Y eso, eso la destruyó más que cualquier traición.
Apretó los puños.
El duque nunca fue su padre.
Su padre nunca la habría despreciado.
Pero ahora, ya no importaba.
Porque si alguna vez ella fue una niña que buscaba protección, ahora era una mujer que exigía venganza.
Bernarda no es simplemente una amante despechada.
Es una mujer que cree estar en una épica personal.
Una heroína de un drama que solo ella entiende del todo. Y cuando la realidad no se ajusta a su guion, la reinventa, la retuerce, hasta que todo encaje en la historia que necesita contar.
Es fascinante y perturbadora.
Su amor es una devoción enfermiza.
Su odio es una venganza teatral.
Su vida es un monólogo incesante que mezcla verdad y mentira con la misma facilidad.
Es alguien que, hasta el final, se niega a ser silenciada.
La cirugía del alma
Bernarda es una mujer que ha luchado contra su propia imagen toda su vida.
Su obsesión con la cirugía estética no es solo vanidad; es un síntoma de algo mucho más profundo.
No se trata solo de querer ser más bella, sino de querer ser otra. De reescribirse a sí misma como un personaje ideal, de deshacerse de la mujer que realmente es para convertirse en la que debería haber sido.
Desde muy joven, supo que no encajaba en el molde de las esposas perfectas que el duque escogía.
Mujeres rubias, de ojos claros, piel de porcelana, delicadas y refinadas. Bernarda, en cambio, era morena, intensa, demasiado apasionada, demasiado excesiva. Pero en su mente, la solución era clara: si no podía ser como ellas por naturaleza, lo sería por arte y voluntad.
Las cirugías empezaron como pequeños retoques, pero con los años se convirtieron en una obsesión.
Un lifting, una rinoplastia. Luego, los ojos, los labios… hasta que todo su rostro se volvió una versión editada de sí misma.
Cada procedimiento era un paso más hacia la mujer que imaginaba en su mente.
Pero ¿para quién lo hacía realmente? ¿Para sí misma? ¿Para el duque? ¿Para la sociedad que nunca la aceptó del todo? Quizás un poco de todo.
Pero lo más perturbador es que, a pesar de todo, nunca fue suficiente. Nunca se vio a sí misma como la esposa que él habría elegido.
Siempre había un detalle fuera de lugar, un rastro de su verdadero yo que la cirugía no podía borrar.
Bernarda no solo se había operado el rostro.
Se había esculpido una máscara.
Un disfraz.
Una mentira.
Pero en el fondo, seguía siendo la misma mujer que se
miraba al espejo y se preguntaba:
"¿Por qué no fui yo?"
Lengua de puñal, verbo de ruina
Bernarda no fue nunca ni amante ni esposa.
Fue más que todo eso.
Fue tempestad.
Fue invasión.
Un personaje que no se adapta: lo reescribe todo, incluso la historia de quienes la rodean. Quiso ser madre, pero también deidad.
Se sentó en los altares de sus propias invenciones, señalando al resto desde el púlpito de su tragedia íntima y su megalomanía.
Su boca, su trinchera.
Nadie escapa de su pluma envenenada, ni el hombre que la amó ni la mujer que lo casó.
Los acusa, los mutila simbólicamente, los expone.
Bernarda no busca justicia: exige protagonismo.
Histriónica, narcisista, brillante, delirante, se escribió a sí misma tantas veces que ya no hay certeza de cuál versión es la original.
Lo que sí es cierto: dejó marca.
Imposible de olvidar.
Imposible de ignorar.
Imposible de callar.



Tu texto es una joya literaria. La forma en que exploras la psicología de Bernarda es profunda y evocadora. Has creado un personaje complejo, lleno de matices, que cautiva desde el primer párrafo. La narrativa es envolvente, y la conexión entre Bernarda y su padre está retratada con una sensibilidad notable.
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ResponderEliminar"A veces, un lector ve cosas que ni uno mismo sabía que había escrito. Esta respuesta es para quien supo leer a Bernarda no solo con los ojos, sino con el corazón".
Gracias por leer con esa mezcla de intuición y ternura. Tu comentario no es elogio: es espejo.
Con gratitud clandestina,